Sí hay cura

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“No puedo creer lo que estoy viendo, deberían matarlos a todos, ¡qué asco!”

No, ese sábado no estábamos viendo una película donde los nazis estaban matando judíos en un campo de exterminio, ni un documental sobre plagas de cucarachones guerrerenses en la industria restaurantera. Ni siquiera estábamos reaccionando ante las tomas de la porra del América en un juego de fut, vamos.

Mi papá y yo estábamos viendo el “Gay Pride Parade 1990” en vivo y a todo color desde San Francisco, California, gracias a la magia satelital de la antena parabólica.

Ya saben: padre e hijo se juntan a ver la tele para no verse obligados a, no sé, “conversar”, y en uno de esos peregrinajes por la docena de satélites de banda C con 24 canales cada uno (“¡Cuéntanos más, abuelo Toño!”) nos detuvimos a ver un desfile que se veía bastante animado. Carros alegóricos, bandas colegiales, gente bailando. Pero algo lucía… no sé, raro.

“¿Qué el Desfile de las Rosas no fue en enero?”, pregunté, sin saber muy bien de qué iba este rollo.

“¿Pues qué fecha celebran hoy, o qué guerra ganaron?”, replicó mi Finísimo Padre, anticipándose unos meses a la inminente guerra en Kuwait.

“¿Qué onda con los shortcitos de los policías gringos, oye? Esos vatos van a reventar los botones del uniforme si respiran fuerte…”

“¿Por qué tanto arcoiris?”

Sobra decir que cuando salió el primer chaparrín musculoso con bigote de manubrio y tanga negra de cuero soplando burbujas hacia la concurrencia dedujimos que a lo mejor no habían adelantado el Fourth of July, mi gente. No, el veinte nos cayó simultáneo y contundente cuando preguntamos al unísono…

“¿Es un desfile de… maricones?”

Y sí, lo era. Nos miramos pasmados unos segundos, porque en nuestras delicadas mentes de machetes alfa no podía detonarse el proceso para comprender que había gente en este planeta marchando por una de las principales calles de una metrópoli, exhibiendo su “orgullo homosexual”. De entrada el término nos parecía oximorónico e inconcebible, como decir “servicio postal mexicano” o “talento musical de Timbiriche”. Pero no nos desviemos, sigamos con los “desviados”. Lo que estaba pasando era hipnótico.

2015GayLine-1x26Los dos decíamos “quítale a eso”, pero ninguno tomaba el control remoto (eso suele ser un duelo de poder relevante en mi familia, así que no es de extrañar). Debimos haber visto un par de minutos más de aquello, cuando ocurrió lo más impactante: el cierre del desfile eran familias enteras con pancartas de apoyo y aceptación a su parentela gay.

Yo le traducía lo escrito en esas pintas a mi jefe, que no habla ni media palabra de inglés, pero no podía entender lo que mis ojos veían. ¿Cómo puedes estar orgulloso… de eso? No sólo de serlo, sino de aceptarlo en tu propia familia. “¿Están locos los gringos? ¿En qué vamos a parar si se les permite a esos jotos tener desfiles y hasta las familias les echan porras?”, y cosas por el estilo.

Les ahorraré la subsecuente ronda de comentarios ignorantes y profundamente homófobos que se profesaron esa tarde y en muchas ocasiones posteriores, puesto que el habernos topado con dicha transmisión de TV se convirtió en anécdota que mencionábamos socialmente cada vez que salía a la conversación algo relacionado con la homosexualidad. Que, siendo honestos, era un tema ceñido a “fulano de tal tiene SIDA”, o “sutano de cual se murió, no dijeron de qué, pero por lo amanerado seguro fue de SIDA”. Sí, eso era lo habitual.

Decir que yo era homofóbico hasta mediados de los 90 es tan poco descriptivo como afirmar que hoy en día Messi “medio le pega al balón”. Crecí en ambientes donde ni siquiera había espacio para el término gay: todos eran maricones, lesbianas, putos, mayates, lenchas, machorras y demás epítetos que, por otro lado, jamás eran mal vistos como descripciones sociales. Es más, muchas familias acuñaban SUS propios términos, me imagino porque los convencionales no les bastaban. Recuerdo que en mi hogar se aplicaba mucho decirles los chirris, por alguna inexplicable razón.

Yo fui el niño que hostilizó abiertamente al “jotito” de la clase desde la escuela primaria, pasando por los grados subsecuentes. Fui ese “bully” que señaló al “delicadito”, al “nena”, al “putín” para provocar el escarnio generalizado. No me voy a escudar en el “todos lo fuimos”, pues es la forma cómoda de evadir una responsabilidad propia y además no es cierto: había quienes preferían ignorar la situación, algo menos grave que ser atacantes, pero que les hacía culpables tangenciales por complicidad silenciosa. E imagino que también había niños decentes que no juzgaban. Eran los menos, eso sí.

Ah, pero yo no. Entablar amistad con alguien que no compartiera la fascinación mórbida por una revista Playboy, que sugiriera jugar “tochito” en lugar de “tacleado”, que escuchara a Madonna… no. Impensable. A mi me inculcaron que había hombres y mujeres, PUNTO. Todos los demás deberían morirse.

Ni siquiera puedo afirmar que la enseñanza homofóbica fuera profundamente religiosa. Mi familia nunca fue de misa dominical (éramos católicos por mera casualidad). Mi paso por un colegio Marista no debe haber ayudado mucho, pues de entrada me refería a mis docentes como “los hermanos Maricas” y me hacía ruido que puros hombres vivieran juntos sin mostrar interés alguno por el mundo femenino. Pero no, el rechazo a homosexuales era más bien irracional, ignorante, absurdo. De acuerdo, mis padres fueron criados con esa actitud, pero tampoco creo que fuera justo decir “la culpa fue de ellos”.

Uno crece, claro. Y uno va conociendo gente. Es curioso cómo hay circunstancias que redefinen lo que es una persona sin cambiar plenamente su esencia. Tuve la suerte de experimentar una vivencia así.

Hablemos de Agustín, amigo de la universidad. Un tipo culto, con sensibilidad artística, una conversación siempre interesante y un sentido del humor que me hacía apreciarle como a pocas personas en mi vida estudiantil. Le conocí novias (era galancillo postmoderno), hablábamos de mujeres frecuentemente y no me daba impresión de ser algo más que lo que yo conocía.

Con Agustín viví borracheras memorables y llenas de destrozo jovial. Hice trabajos en equipo a su lado, tuve fuertes discusiones sobre política, música y cine con él. Nos insultábamos de todas las formas posibles cuando llevábamos un rato sin vernos y nos volvíamos a encontrar. Él dejó la carrera para hacerse actor, pero nunca perdimos contacto por mucho tiempo.

Pero en el último cumpleaños que celebré antes de que terminara la carrera, hablé con un Agustín muy distinto. Frente a otros dos amigos, en el sopor del enésimo vasito rojo lleno de Absolut con Florida 7 («¡Sempere, you classy fuck!»), nos confesó que el medio de la actuación le había revelado cuestiones… difíciles sobre si mismo. Había explorado aspectos de su sexualidad que le confundían. No lo vi triste. Lo vi incómodo, a lo mucho.

Intentamos no darle mucha importancia al momento y hasta bromeamos un poco, pero el Agustín que se fue de mi casa ese día era muy distinto al que me topé unas semanas después. Supe que me buscó en algún momento para una cena en su casa y que yo no había asistido por estar de viaje, pero hizo un esfuerzo por localizarme días más tarde y nos fuimos a echar un café, como tantas otras veces.

Y me dijo lo que ya le había contado a otros amigos cercanos: que era homosexual.

Y mi reacción fue lo más Antonio Sempere posible, claro:

“Pero… tú no puedes ser joto, güey. ¡No mames, mira cómo te vistes de pinche!”

Esto le provocó una carcajada que de inmediato le relajó, pero juro que mi comentario no fue con afán de hacer un chiste. Me nació. Agustín no se vestía como Hank Azaria en ‘The Birdcage’. Agustín no era ningún fashionista. Agustín TUVO NOVIAS. Me constaba. ¿Qué clase de broma era esta?

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Hank Azaria: versátil

Pero sí, era verdad. Ya en un plan más serio platicó mucho sobre su decisión, sobre sus circunstancias, y me planteó una disyuntiva muy clara. Él sabía que yo era homofóbo a más no poder, así que dijo que comprendía perfectamente si yo quería poner fin a la amistad en ese instante y momento. Si coincidíamos en algún evento social, estaba dispuesto a no hacer ni el menor esfuerzo por saludarme siquiera. Su intención no era que yo lo aceptara, sino que yo no estuviera incómodo en su presencia.

Le tuve que dar un abrazo al muy maricón. Jugó bien la carta de la amistad, el desgraciado.

Creo que ahí fue donde cambió todo. No, mi léxico a menudo deja escapar “jotos” y “maricones”, pero ahora es en un contexto distinto. Seguido se me sale el “no seas nena”, pero no emana siquiera de la misoginia (e intento desterrarlo de mi léxico, claro). Tampoco exagero con la corrección política: repruebo el grito de “EEEH PUTO” en el estadio, pero es más bien por considerarlo estúpido y carente de originalidad que por creer que sea un acto de homofobia.

Hoy tengo grandes amigos que son gays, lesbianas, trannies y muchas otras siglas que NO ME VOY A APRENDER, y no por intolerante, sino porque un borracho ancestral como yo no puede estar al tanto de todas esas nomenclaturas en constante mutación. No me sé ni todos los X-Men, no me jodan.

No puedo pedirles que se busquen un amigo como Agustín, principalmente porque ya se murió (y no, no fue de sida). Y también porque mi amigo era uno de esos cabrones irrepetibles, siendo muy honestos. Creo que escribo esto como una forma de pedirle perdón al Ramoncito, a Francisco, a César, al otro César, al Mosca, a la Mausi y a todos esos chavillos que jodí durante mis épocas de estudiante. Espero que las palabras de un ignorante no hayan influido en su forma de ser, de actuar y de querer. Ningún ojete como el que fui lo vale, la verdad.

Y a los que aún se espantan, se ofenden o no se explican la razón por la cual haya personas con gustos distintos en materia de sexualidad, sólo les puedo desear que algún día se les quite eso que tienen.

Porque sí: hay cura.

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