- El padrote de Sawyer en “Lost”, pensando un nuevo apodo…
Puede ser ingenioso, hilarante, cruel, obvio, caritativo, sardónico, merecido, inmerecido, sarcástico, complicado, temporal, estigmatizante, legendario, transitorio, lapidario, incongruente, hereditario y recurrente.
Puede trascender a quien lo lleva a cuestas, al grado de borrar todo rastro de su personalidad para verla reducida a una mera asociación de conceptos.
Puede llevarse con orgullo o arrastrarse como una condena.
Señoras y señores: el apodo.
Es tan difícil explicar su espontaneidad como es críptico el develar su proveniencia (en los casos del buen apodo, claro). Pero lo más interesante es cuestionar su origen como forma de identificar al prójimo. ¿En qué momento surgió un iluminado ser humano quien, aburrido de dirigirse a alguien por su nombre de pila, decidió asociarlo con algún objeto, condición o símil de astuta semejanza? ¿Quién fue ese pionero? ¿Dónde está su estatua, para llevarle homenajes y coros de escuela privada? ¿Cómo se llamó ése genio?
Y lo más importante, ¿cómo le decían?
Porque eso sí, el que pone apodos se tiene aguantar cuando se los pongan. Y hay que estar preparados para lo que venga, pues no sabemos quién ni con qué intenciones nos va a poner un mote que puede pasar de largo por nuestra existencia o quedarse estacionado de por vida como una cicatriz profunda.
Pero vamos por partes. Este sesudo ensayo está dividido en varias partes, que procedemos a diseccionar:
En primer lugar, el apodo es comodidad. Podemos olvidar fácilmente un nombre, pero la asociación mental que hacemos vía el apodo es, frecuentemente, la base del mismo. Yo estuve brevemente asociado con un tipo a quien conocí mediante un amigo común, y después tuve tratos telefónicos y en persona con él durante seis meses, aproximadamente. Se quedó a cenar en casa de mis papás en un par de ocasiones. Incluso fue a uno de mis cumpleaños. El problema es que ahora no puedo recordar su nombre ni a tiros, pero sí sé que el amigo mutuo y yo nos referíamos a él como El Dr. Zedillo. Y sí, había un parecido grande entre este socio y el ex presidente mexicano. Y si su nombre real no vuelve a mi mente, y si él no vuelve a aparecer en mi vida, se irá a la tumba (tanto a la real como a la de mi memoria) con ése apelativo.
Y de ahí la comodidad. No es necesario recordar si Fulano o Sutano escribe su apellido con “s” o con “z”, si es licenciado o nada más pasante, si tiene nombre compuesto o si es tocayo de alguien más. Basta saber que lo podemos clasificar como El Viejo, El Panzón o El Tacuche para identificarlo antes terceros y de forma privada en nuestra mente.
Claro que el problema viene después, al intentar entablar una conversación con dicho ser y darnos cuenta de que sólo nos viene a la mente el apodo. Y es que a menos que la persona se haya identificado a sí misma con un sobrenombre, es imposible dirigirnos a ella con respeto usando nombres asumidos.
“¿Qué tal, Toño, cómo te ha ido?”
“Bien, gracias… eh… brother”
Por cierto, ya saben que si me encuentran en algún sitio y me refiero a ustedes como brother… Bueno, mi memoria ya no es lo que era, ¿estamos? Y para las mujeres la equivalencia es algo súper naco como “muñeca”, “bombón”, “belleza” o “su majestad”. A menos que sean rubias, en cuyo caso siempre serán “Güera” o blondie.
Hoy, en plena era del Facebook, he aceptado como amigos a decenas de personas cuyos nombres y/o crípticas fotos no me suenan familiares, y me he dado cuenta de lo importantes que resultan los apodos para facilitar la convivencia humana. Sólo así puedo explicar cómo resultó que me hice “amigo” de Las Focas: un par de viejas bigotonas, prietas y resbalosas cuyo contacto social evité constantemente durante mi época estudiantil y que ahora han resurgido en mi vida, mandándome mensajes donde expresan añoranza por esos buenos tiempos de cuatitud extrema (en sus memorias, al menos).
Por eso me gustaría una aplicación que permitiese buscar personas mediante el puro apodo. Lo digo porque no recuerdo bien los nombres y/o apellidos del Concho, La Cotorra, El Doro, El Carnitas, El Patole, Montaro, El Kampuchea, La Detective McCall, Las Uvas, El Judicial, La Sacarina, El Huevo, Doña Furibunda, La Langosta, La Flaca (’85-’86), El Asesino del Lacito, B. B. Kuino, El Maestrín, El Maní, Mr. Shotgun Gracias, La Flaca (’91-’93), La Tumbahombres y Monsieur LeNac. A algunos quisiera contactarlos. A otros, evitarlos. Pero de cualquier forma mi único recuerdo se reduce a un apodo, y eso no ayuda en tiempos modernos.
Y ni siquiera estoy contando con que estas gentes hayan mudado de apodo, o lo hayan romanceado drásticamente. Es más, vamos a explicar estos y otros conceptos:
Muda: Simplemente, cambiar de apodo. El apodo más fuerte despoja al apodo débil y hace presa del individuo. Tan sencillo como tu amigo que era El Cuatro Ojos y ahora es El Panzón, porque se hizo cirugía Lasik pero a la vez se entregó a la molicie y a la pachorra extrema. O el Cuatro Ojos que se hace el Harry Potter para estar a tono con la cultura pop del momento.
Romanceamiento: Descomposición gradual de un apodo. Mi amigo Pepe Campa cuenta con varios ejemplos entre sus añejísimas amistades, pero el mejor ejemplo ilustrativo en tres pasos es el de su cuate, de apellido Quevedo, que fue apodado El Quepedo en primera instancia, pero ahora es conocido como El Quepez. Algún día tengo que pedirle que me recuerde cómo convirtieron a su amigo Iván en El Kalemao Do Brasil.
Transitoriedad: Es una condición del apodo que sólo aplica debido a ciertas circunstancias, que pueden ser geográficas (El Zar de Todas Las Tacubayas ostentó ese nombre hasta que se mudó a Olivar de Los Padres), sociales (El Solterón se casó) o físicas (La Reata con Nudo dio a luz y volvió a ser conocida como La Flaca), entre otras, pero en el fondo indican que el apodo inicial tiene que mutar en uno nuevo por causas mayores.
Herencia: Así como los luchadores se van pasando la máscara y la identidad de generación en generación, ciertos apodos también constituyen una herencia en algunos casos. El infortunado hijo del Pompis Face pasa a ser el Pompis Face Jr., Canuto tiene que conceder el hecho de que su vástago sea conocido como Canito… Y ni qué decir del pobre Cacotas, o de su hijo el Caquitas.
Mutación: El apodo en sí no cambia, pero sí su asociación. Mi amigo Leonardo tenía una chamarra de náilon negra con forro verde clarito, y rápidamente fue bautizado como El Aguacate. La chamarrita dio guerra, pero a fuerza del uso desapareció. Años después me enteré que le seguían apodando El Aguacate, pero supuestamente era por ser “serio por fuera, maduro por dentro”. Uno nunca sabe a qué va a llevar un inocente apodo: en este caso, llevó a un designio más noble y orgulloso. ¡Salve, Aguacate!
Proliferación: Es cuando el apodo se hace tan común y popular que ya no sirve para identificar a nadie. Ocurre en climas faltos de originalidad e inventiva.
Este último concepto nos lleva a hablar de la necesidad de ser originales con el apodo. Todos los que hemos estado al menos diez kilos por arriba de nuestro peso ideal hemos ostentado el apodo de El Gordo, cosa que no es muy efectiva si en el grupo de amistades o conocidos surge otro gordo. De súbito, el apodo confunde en vez de facilitar la identificación del apodado. Por eso tuve que conceder la genialidad de uno de mis cuates (todavía no sé si fue El Zorro o El Chama) cuando fui bautizado como El Coloso de Santa Úrsula (entonces vivía en casa de mis papás, cerca del Estadio Azteca). Dicho apodo, alusivo a mi situación geográfica y a mis propias dimensiones físicas, incluso me acompañó brevemente durante mi época como El Coloso de Santa Fé (cuando viví en Contadero). Aplausos, señores. Ya perdí el apodo, pero tuvo su momento en el estrellato.
Por eso me desespero cuando mis calvos cuates son designados como El Pelón, cuando se les puede bautizar como La Gasolina (cada vez más cara), o el Cabeza de Rodilla, por ejemplo. Y si usan ciertos peinados estratégicos para ocultar la calvicie, se abren las posibilidades para El Quesillo Oaxaca, El Código de Barras, Lucas P. Lucas o El Melón Con Fleco. Y si ya de plano ganó El Pelón, por lo menos hay que acorrientarlo añadiéndole Sobastián, de las Ovaciones o Decentón.
También hay que recordar que no hay que exagerar la originalidad. A aquél amigo del Zorro a quien le faltaba una oreja se le pudo poner El Van Gogh sin ningún problema, o el Monoaural, pero a fin de cuentas El Tacita resultó más memorable por mera imagen visual. El Plano, hermano de un cuate de la prepa, flirteó brevemente con El Cóncavo, pero acabó siendo El Pompas de Paletero en Bajada (y después nada más El Paletero en Bajada). Piénsenlo, tiene lógica y gracia, pero al requerir de explicación se pierde algo de espontaneidad.
El Ojos de Pellejo Estrecho. El Agonías. El Chico Más Capaz. El Indio Vendepuros. Onán El Bárbaro. El Uffff. El Comochín. La Pesera. La Tapa de Pan. La Dálmata. El Tampax. Los Ibarranitos. La Tía Brocha. La Aceituna. Todos tienen historia y lógica, pero sólo algunos merecen la inmortalidad. Y algunos corren el riesgo de perderla por motivos asociados con la simple civilización y la evolución humana. Conocí a un pobre diablo aquejado de un rarísimo impedimento de lenguaje que fue bautizado como El Fax Entrante (¿recuerdan los ruidos que hace la conexión?). Otro tipo del Colegio México, con la cara plagada de acné, fue bautizado como El Conasupo, por ser un acaparador de granos (la razón está en Google, para los más jóvenes).
El ser aventurados o demasiado audaces respecto a la moda también puede condenar a ciertas personas a una cruel vida de apodos. Mi pobre hermano ha sido El Padrote de Balneario, El Agente de Zipolite, El Hijo del Primo del Santo, El Mesero del Sushi Itto, El Valet Parking, El Brokeback, El Mujercito y El Medias de Seda. Se hubiera llevado bien con un ex compañero de la chamba, El Hombre del Gazné.
También tengo la teoría de que ciertos grupos entran al gusto popular del mexicano no tanto por mérito artístico, sino porque hay una afinidad en cuantro los identificamos con nuestros arquetipos apodísticos. Los Smashing Pumpkins nunca fueron la banda más accesible de la era del grunge, pero estaban encabezados por El Pelón, El Chino, La Güera y El Abuelo. Así que el triunfo les esperaba por designio. Si hubieran tenido a La Chaparra y al Gordo en el elenco les aseguro que acababan naturalizándose mexicanos y todavía estarían de gira en palenques y ferias regionales.
Yo he sido El Perro (Sempere=Semperro), El Churumbel Jr. (gracias, Jefe), El Caché Toño (díganlo rápido) y Toñolele (por el mechón de canas en el copete), y me he tenido que resignar pues he bautizado al Hombros de Peperami, al Cagüamo (que hoy ya es el DJ K-Wis), a la Rebanada de Kiwi, al Químico y al Queso de Puerco. Dando y dando. En el fondo el apodo democratiza y equilibra. Nadie está exento de caer en sus redes.
Mi momento epifánico sobre este último punto llegó en el último semestre de la carrera, cuando una maestra nueva se animó a pasar lista en un salón que llevaba prácticamente 3 años de convivencia semiforzada. La maestra, con la mejor de las intenciones, le preguntaba a cada uno cómo prefería que le llamasen (“OK, María de Lourdes… ¿te dicen María o Lourdes”). Claro, el Coro Griego de las últimas filas se adelantaba en cada caso soltando el apodo en turno. La maestra amenazó con empezar el semestre con duras represalias si no paraba la burla a los compañeros. Y entonces surgió la magia…
Uno por uno, todos los miembros del salón reveló su apodo como elección de nombre para el resto del curso. No hubo labor de coherción de por medio. No hubieron amenazas. De hecho, todos empezamos a reírnos in crescendo con cada nuevo apodo: “Me llaman El Chatis… yo soy La Ñora… El Chavo… La Canica… Escoria… El Burro”. Parecía que estaban cantando una versión más cruel de la tradicional Lotería. Al final de la hora, el grupo entero tenía una identidad única. Presidiaria y corriente, sí, pero única.
Así que nunca desperdicien la oportunidad de apodar, o ser apodados. Es un acto de pertenecer. Y si es bueno, compártanlo por acá, no sean envidiosos. Total, es de cariño, ¿o no?