Me encontré uno el otro día. Nuestras miradas se toparon por un par de segundos: la mía curiosa, pregúntandome cómo había llegado hasta ese desolado paraje. La suya era esquiva, inquieta, como si estuviera disculpándose por manchar con su sola presencia el paraje que, por otra parte, parecía destinado para su propio disfrute. Contradictorio, como un oso polar apenándose por ocupar un trozo de hielo. Intenté acercármele un poco, pero mis acompañantes me sugirieron no hacerlo. “El humo”, me dijeron. En efecto, las grises y sinuosas formas pintaban de un gris azuloso el ambiente. Le dejé dar sus bocanadas en paz y regresé al interior del edificio con el resto de la comitiva. Quisiera haberle tomado una foto, pero siempre es muy tarde cuando uno se acuerda…
Pero sí, vi un fumador. Rara avis.
Los extraño un poco, la verdad. O mucho, de acuerdo a lo que su figura me significaba en cierta época de mi vida. Jamás he fumado. Bueno, un puro ocasional no cuenta, en especial porque esa clase de fumador parece estar perpetuamente celebrando algo, principalmente la bonanza económica que le permite prenderle fuego a un placer ocasional. Tampoco fumé pipa, pues me sentiría aún más pretencioso de lo que puedo llegar a ser. Y ya saben mi postura ante el uso y consumo de la lechuga hippie.
Pero los cigarros me han rodeado constantemente. Mi papá fue mi primer ícono fumador, pues el pobre comenzó a echar humo por ahí de los once años, a escondidas de mi severo abuelo, quien, dicho sea de paso, no fumaba ni bebía vino… ¡valiente estereotipo de inmigrante español, mecáchis en la mar! El tabaco le pasó factura, eventualmente, al autor de mis días. Cinco infartos más tarde se puede decir que ya ha entendido que eso de estar saturando sus pulmones y sistema cardiovascular con una delicada mezcla de nicotina, alquitrán y químicos nocivos provenientes de esos “benéficos” filtros no es la mejor opción para su salud. Le salió cara la lección, pero al parecer fue aprovechada en pleno. Sigue leyendo