Los Nuevos Parias

via Pichaus.com

Me encontré uno el otro día. Nuestras miradas se toparon por un par de segundos: la mía curiosa, pregúntandome cómo había llegado hasta ese desolado paraje. La suya era esquiva, inquieta, como si estuviera disculpándose por manchar con su sola presencia el paraje que, por otra parte, parecía destinado para su propio disfrute. Contradictorio, como un oso polar apenándose por ocupar un trozo de hielo. Intenté acercármele un poco, pero mis acompañantes me sugirieron no hacerlo. “El humo”, me dijeron. En efecto, las grises y sinuosas formas pintaban de un gris azuloso el ambiente. Le dejé dar sus bocanadas en paz y regresé al interior del edificio con el resto de la comitiva. Quisiera haberle tomado una foto, pero siempre es muy tarde cuando uno se acuerda…

Pero sí, vi un fumador. Rara avis.

Los extraño un poco, la verdad. O mucho, de acuerdo a lo que su figura me significaba en cierta época de mi vida. Jamás he fumado. Bueno, un puro ocasional no cuenta, en especial porque esa clase de fumador parece estar perpetuamente celebrando algo, principalmente la bonanza económica que le permite prenderle fuego a un placer ocasional. Tampoco fumé pipa, pues me sentiría aún más pretencioso de lo que puedo llegar a ser. Y ya saben mi postura ante el uso y consumo de la lechuga hippie.

Pero los cigarros me han rodeado constantemente. Mi papá fue mi primer ícono fumador, pues el pobre comenzó a echar humo por ahí de los once años, a escondidas de mi severo abuelo, quien, dicho sea de paso, no fumaba ni bebía vino… ¡valiente estereotipo de inmigrante español, mecáchis en la mar! El tabaco le pasó factura, eventualmente, al autor de mis días. Cinco infartos más tarde se puede decir que ya ha entendido que eso de estar saturando sus pulmones y sistema cardiovascular con una delicada mezcla de nicotina, alquitrán y químicos nocivos provenientes de esos “benéficos” filtros no es la mejor opción para su salud. Le salió cara la lección, pero al parecer fue aprovechada en pleno. Sigue leyendo

El Hombre Sin Nombre

Sergio Leone se equivocó, la película debió llamarse "El Malo, El Feo y El Grandísimo Hijo De Su Madre Que Le Partirá El Alma A Ambos"

Nota del Toño: Si este texto te suena demasiado familiar, probablemente leíste la versión del mismo que escribí en Paiki hace un año y medio. Como ese post está desaparecido en el ciberlimbo, decidí escribir una versión nueva en homenaje a mi actor favorito. Digamos que me estoy fusilando a mi mismo…

Volví a ver Gran Torino hace unos días, y por supuesto que me hizo recordar a ese ícono con patas y cara de maldito que representa al último símbolo del Hollywood de los monstruos sagrados, de los tiempos en que la grandeza de las estrellas se medía en inmensas pantallas de Cinemascope, más no en ver que “ingenioso” mashup nominal se le ponía al ligarle sentimentalmente con otra celebridad. ¿Escucharon eso, Brangelinas, Beniffers y Tomkats del mundo?

Si me han leído en este blog, en Twitter o en cualquier revista donde he dejado plasmada mi cochambrosa prosa saben de mi idolatría rayana en el homoeroticismo por Clint Eastwood. Todo indica que la mentada Gran Torino, con su enorme interpretación de un Walt Kowalski quien parece un destilado añejo y avinagrado de todos los inmortales malaleche que Eastwood cultivó a lo largo de su trayectoria histriónica, será la última actuación protagónica de este coloso del cine. Si ése es el caso, bien. Es salir por la puerta grande, y echarle cerrojazo a una carrera tan legendaria como brillante.

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