La Muerte Famosa (No es otro estúpido post de Michael Jackson)

Bueno, sí habla mucho de Michael Jackson, pero no es esencialmente suyo. Tómense su tiempo, que me quedé un rato escribiendo este chorazo…

Una vez más me ha tocado vivir un acontecimiento de impacto mundial del tipo que te hace preguntar, para hacer conversación en momentos donde el diálogo se suspende de manera espontánea, “¿En dónde estabas tú cuando sucedió?”

Esta vez fue la muerte de, claro, Michael Jackson. Con el perdón de Farrah, una temporada de una serie de tele de los setenta y un poster con fines onanistas no la califican para esta Liga Premier. La instancia previa, entonces, fueron los atentados del 11 de septiembre de 2001. A riesgo de sonar como un occidental desalmado, el gran tsunami asiático fue demasiado distante (geográfica y socialmente hablando) para dejar huella indeleble en esta parte del mundo. O quizás estoy equivocado y necesito rodearme de familiares y amigos más sensibles. En fin…

Antes de esos eventos tengo que remontarme a la muerte de Lady Diana. Años antes, al asesinato de Luis Donaldo Colosio. También recuerdo con viveza el de Ruiz Massieu, pero más por motivos profesionales (estaba trabajando en un noticiero radiofónico cuando ocurrió) que por un auténtico impacto en mi entorno sociocultural. Vamos, el asesinato de un líder priísta difícilmente iba a desbancar al suicidio de Kurt Cobain, ¿o me equivoco?

La primera Guerra del Golfo. La caída del Muro de Berlín. Los terremotos de 1985. El San Juanicazo. John Lennon. Muy vagamente, la muerte de Elvis. Todos dejaron una huella especial en mi, pero son las muertes de esos grandes nombres los que suelen llamarme más la atención, pues el análisis de la reacción colectiva es tan interesante como suelen ser las vidas de quienes protagonizan el evento. Podría decir que muertos son tan interesantes como lo fueron en vida. A veces más interesantes, de hecho. Y por una singular razón, estos decesos individuales marcan a la sociedad en forma muy distinta que el efecto que tienen las muertes masivas. Es La Muerte Famosa, creo yo.

Mucha gente me preguntó porqué no puse nada en este blog o en Paiki al ocurrir la muerte de Michael Jackson. Claro, la mayoría de quienes preguntaron estaban esperando más secuelas a los “boletines noticiosos” que estuve emitiendo por Twitter en cuanto comenzó a cundir la noticia sobre la hospitalización y el deceso del Rey del Pop. Confieso que sentí una migaja de remordimiento al ver lo insensible, cruel, injusto y falto de tacto que fui al hacer mofa de alguien que, a fin de cuentas, dejó un sello tan marcado en la mayoría de la gente. Pero también recordé que el mayor parodiador de Michael Jackson fue, en vida, Michael Jackson, así que eso acabó por calmar mi conciencia. Me animé a escribir sobre él, y sobre la peculiar naturaleza de la fama cuando muere alguien de su calibre, al ver la cara de pasmo de mi hija de cinco años presenciando en la tele a centenas de personas llorando con fotos de un “señor raro” (sus palabras) en mano.

Contando a Jacko, puedo decir que me ha tocado vivir cinco grandes muertes, si le sumamos las de Lady Di, Cobain, Lennon y Elvis. Muertes que marcan a la generalidad de la población, para bien o para mal. Todo mundo expresa una opinión acerca de los fallecidos, y todos tienen una historia respecto a dónde estaban cuando se enteraron, cuál fue la reacción propia y la de otros al enterarse, cómo procedieron sus días tras el suceso. Pero algo me ha ocurrido con la muerte de este último famoso. Algo difícil de expresar, aunque aquí haga mi mejor esfuerzo por hacerlo.

Lo que me llamó la atención de la muerte del polifacético (literalmente) Jackson es simple, y no lo es tanto: el hecho de que me entristeció el no entristecerme más.

Me explico: con todas esas “grandes muertes” previas sentí algo inequívocamente apesudumbrante, en diversos grados, nutrido sin duda por la reacción colectiva pero también por experiencia personal, una especie de empatía marcada hacia el protagonista del deceso. No es el sentimiento que te embarga cuando muere un familiar o un amigo cercano, y sin embargo hay tintes de ello. No necesariamente tiene que haber existido una admiración a nivel de fan hacia la persona. Y si bien hay algo de pena por el potencial no realizado de la persona, no es obligada en todos los casos.

Empecemos por Lady Diana para ilustrar lo anterior. Vamos, que haya muerto a una edad temprana en circunstancias accidentales no le privó al mundo de un obvio legado artístico relevante. La difunta ex Princesa de Gales tuvo un historial filantrópico considerable, pero cuando murió nadie se desgarró las vestiduras preguntándose “¿Quién llevará ahora donativos a los niños multilados por minas antipersonales en África y el sur de Asia?” De ninguna forma. Sus dolientes claramente eran consumidores de la revista “¡Hola!” y similares, ese subgrupo que padece en carne propia las desventuras de realeza y celebridades varias como si se tratase de sus vecinos y familiares. Por ende, su dolor era no poder seguir más la saga de La Princesa del Pueblo y su enamorado de origen egipcio.

Pero no obstante el cinismo de un servidor, confieso haber sentido algo al morir la princesa. Tuve la suerte de pasar unas vacaciones en el Reino Unido en los días previos a su boda con el Príncipe Carlos, allá por 1981, y el recuerdo de un país entero en modo de celebración y fasto absoluto me quedó vivamente grabado. Volamos de regreso a México el día anterior a la boda, en un mood de lo más peculiar. El postre abordo del avión de British Airways era un elaborado pastel de chocolate en cuya cubierta aparecía, con pintura vegetal comestible color dorado, una carroza nupcial con la leyenda “Charles & Diana – The Royal Wedding”, junto con la fecha de los esponsales. Alto pedorraje, sin duda alguna. Ver la boda por TV a la mañana siguiente, rodeados de maletas por desempacar llenas de souvenirs y eurofayuca, fue como ver el video de nuestras vacaciones, pero grabado admirablemente y sin dedos tapando el objetivo, con la pericia del mejor equipo de la BBC. ¡Habíamos recorrido esas calles, esos palacios, esa catedral! ¡Habíamos estado ahí unas horas antes! Diana, a ojos de cualquier niño de esa época, era una belleza de cuento, idealizada por las circunstancias más que por sus atributos físicos.

Así pues, su muerte marcó la muerte de esa ilusión. No que estuviera muy fortalecida, que digamos, pues los escándalos y la disolución del matrimonio real fueron contribuyendo poco a poco con el mítico cuento de hadas, gracias a precisas apariciones del militar amante de Diana, de un señor llamado Camilla Parker que después se casó con Carlos y de los deseos (manifestados por teléfono) de este último para «reencarnar en tampón» para poder vivir permanentemente dentro de las partes pudendas del objeto de su afecto. Sí, sus palabras. Quisiera estar inventando todas estas pendejadas, en serio.

A fin de cuentas, la muerte de Diana me generó el ver a las revistas femeninas y de espectáculos de toda una editorial en pie de alerta máxima, intentando sacar números especiales antes que la competencia. También ocasionó el regreso a las listas de popularidad de Sir Elton John, quien no tuvo empacho en mancillar la memoria de una de sus canciones más cursis, pero mejor logradas (dedicada a otra trágica figura, Marylin Monroe) en vez de sentarse con Bernie Taupin a escribir un numerito nuevo. Creo que lo mejor que dejó tras de si fue la premisa inicial detrás de una de mis películas preferidas: Amélie. O Le fabuleux destin d’Amélie Poulain para los pedantes, snobs, francófilos y mamones varios que me leen.

Los chistes de Diana no se hicieron esperar, como suele ocurrir tras todo evento trágico. Y al poco rato las especulaciones y teorías conspiratorias llegaron agarraditas de la mano y diciendo que tenían una reservación para la mesa del centro. ¿Estaba embarazada? ¿Los SAS del ejército británico querían ejecutarla y a Dodi Al-Fayed para escarmentar al padre de este último? ¿Venía tomado el chofer? ¿Alguien sigue interesado por el caso?

La muerte de Cobain me marcó mucho más profundamente. Llegué a la Universidad bastante aperplejado por el anuncio, pese a varias sobredosis previas del célebre cantautor que anunciaban algo más que evidente: el buen Kurt no estaba tomando del todo bien el ser el estandarte de todo un naciente fenómeno cultural. Cuando le sumamos a la ecuación el hecho de estar más que inmerso en las garras de la heroína y el darse cuenta de que Courtney Love era la madre de su hija, puede uno imaginarse la súbita tentación de practicarle cunnilingus a un escopetón de cacería.

Ésta muerte si nos dejó pensando en el “¿Qué nos quedó a deber?” De inmediato empezaron los rumores concernientes a material inédito. Los fans se dividieron en dos campamentos: unos pro-Courtney y otros confiriéndole virtualmente la autoría intelectual de un homicidio cuidadosamente planeado. Si no se acuerdan de lo último, chequen el documental Kurt & Courtney.

Pero a fin de cuentas fuel el MTV Unplugged in New York lo que quedó como música de fondo para un largo funeral. El grunge pasó de ser “la revolución musical más grande desde Woodstock” a tan sólo un episodio breve y sustancioso antes del contra-argumento ofrecido por la música electrónica de mediados de los 90, de mano del Brit-Pop. La franela cedió terreno a los pantalones cargo y las camisetas panboleronas, las greñas sebosas a los rapados y coloraciones capilares extremas. Singles a Trainspotting. ¿Y el buen Cuco Bain? Kurt Nobrain, rezaba el chiste para angloparlantes.

El legado de su muerte es todavía más triste que el de Diana. No apareció ninguna grabación genial post-mortem, ese testamento innegable para decirnos que lo mejor de su aportación a la música aún estaba por venir. Sólo una autocomplaciente y especulativa película de Gus Van Sant que hace todo lo posible por desligarse de “hechos reales”. Una esposa coronada como la Yoko Ono de su generación, cuyo propio «genio musical» ha quedado borrado por la clara evidencia de que sus éxitos le deben deudas sustanciales a gente con talento propio, como Billy Corgan. Y sí, tres o cuatro discos sólidos, inamovibles en su genialidad. Pero nunca surgió ese diamante en bruto entre la carbonera tras la desaparición de Kurt…

¿Pero porqué saltarme a alguien como Colosio, por ejemplo, en la lista? ¿No fue el hecho más flagrante para certificar al aparato político mexicano como una auténtica organización criminal? ¿No dejó pendeja y perpleja a toda una nación? Ciertamente, el evento me dejó de a seis. O mejor dicho nos dejó de a seis a mi carnal Beto y a mi. Nos acabábamos de soplar el concierto de Scorpions en el Palacio de los Deportes, un toquín que estuvo de lo más desangelado prese a la promesa roquerísima de discazos como Blackout, Love at First Sting o Lovedrive. Acabó siendo un concierto con casi todas las luces prendidas (¡Estaban grabando el video de la gira y el CD en vivo!), matando toda la intimidad que las semipenumbras otorgan para permitir el desfogue del respetable público (¡Áaaaaamonos!), y de pilón nos recetaron TODAS las baladas que esta banda, ya entonces en franca decadencia, estaba decidida a promover ad nauseam para seguir garantizando la educación de sus hijos en escuelas privadas.

O a lo mejor el mood tan ambivalente se debía a que gran parte de los asistentes sabían lo que Beto y yo ignorábamos había ocurrido en Lomas Taurinas, Tijuana, tan sólo unas horas antes que sonasen los sobados acordes de Wind of Change (¡Puáj!). Llegamos a los Tacos Copacabana, inevitable punto de reunión y recapitulación post-concierto, y notamos que las teles del local aún estaban transmitiendo 24 Horas con Jacobo Zabludovsky. Beto mencionó que a lo mejor algo importante había pasado, pues las noticias debían haber concluido al menos hora y media antes. Yo hice la broma comentando “se han de haber ejecutado al Colosio”. Ambos reímos brevemente. Cuando el mesero trajo mis suaderos y sus machitos (Beto, eres un puñal…), yo le pregunté porqué seguían Don Jacobo y su eterna corbata negra en pantalla. El mesero me miró con cara de “El cliente siempre tiene la razón, por pendejo que sea” para después confirmar mi tetísimo vaticinio de un par de minutos antes:

“¡Mataron al Colosio! Los machitos son para el joven con cara de puñal, ¿verdá?”

Sólo una de las oraciones previas es inventada, claro.

Y ni hablar. Muchas imágenes de la sala de urgencias del hospital donde declararon muerto al candidato priísta a la presidencia. Muchas declaraciones de un tal Liévano Sáenz. Mucha Talina Fernández intentando lograr una exclusiva. Mucha especulación de los comensales en el Copacabana. Muchos pendejos (bueno, dos) con cara de “¿Te cae?” Muchos tacos comidos a medias. Muchas Sangrías Señoriales alargando la cena para enterarnos de más nuevas. Aunque no había mucho que reportar.

Pero con todo ese shock y sus múltiples consecuencias, es difícil elevar esa muerte a la categoría de acontecimiento global. La noticia sí le dio vuelta al mundo, pero significó tanto para un hindú promedio como lo que significó el asesinato de Indira Gandhi para el mentado mesero del Copacabana. Puede haber asimilación de la gravedad del hecho, pero no se siente en carne viva al mismo nivel. No existe esa empatía de la que les hablé en un principio. Lo mismo pasa con el asesinato de Paco Stanley: la única forma en que su muerte pudo haber adquirido trascendencia mundial hubiera requerido que su primer nombre fuera Paul y que cantase con el grupo Kiss.

Hoy Colosio es apenas un colofón en nuestra historia reciente. Algunas calles y parques llevan su nombre, como es menester en casos así. Se le atribuye erróneamente esa frase de “El mundo no nos ha sido heredado por nuestros padres, lo hemos tomado prestado de nuestros hijos”. El original es un proverbio de alguna tribu norteamericana, según me acuerdo. De hecho está reproducido en una atracción de Epcot Center (The Land) desde principios de los 80. ¿Pero quién va a negarle este recuerdito al pobre Luis Donaldo? Tomando en cuenta cómo le fue por querer ser un reformador de su partido y del sistema, sería mezquino ponernos a borrar la frasecita de la memoria colectiva. Aunque el homenaje justo sería que sus verdaderos homicidas (no el teto aquél del Mario Aburto) fueran llevados a la justicia, pero es más probable que alguien descubra una vacuna contra la pendejez en el ínter.

Pero Lennon… ¡Ah, Lennon! Ahí sí puedo decirles que hubo dolor. Ese dolor que provoca el no poder explicarnos la motivación tras un acto tan irracional y cabrón como vaciarle el contenido de un revolver a otro ser humano, ya no digamos uno tan icónico como lo fue el Beatle. El Beatle Original. El Beatle Controversial. El Beatle Indomable, excepto por su señora, pero a todos nos puede caer una Yoko si nos descuidamos, hablando en plata. Y pese a que yo nací cuando ya no había Beatles, al menos en términos de agrupación musical activa, sí me jacto de decir que crecí con su música a instancias de Mafalda y de mi tío José Antonio, a quien le agradezco sobremanera la inculcación de una melomanía temprana pues mis papás eran más bien de Mocedades, Julio Iglesias y Dyango.

Cuando Lennon murió, su música como solista no estaba tan valuada como la que hizo como parte de un grupo, pero la memoria en torno a él está perpetuamente atada a esos cortes de pelo mop top, a las incendiarias declaraciones y a las gafas de cristales redondos. Igualmente invitando a bailar twist y a gritar que a llamar a la revolución pacífica, Lennon era un dios caminando entre los hombres, pero un dios con fallas y debilidades, al estilo de las mejores deidades grecorromanas. Imperfecto y magnánimo. Generoso con su talento y mezquino con la fama que le rodeaba. Un artista de la época en que éstos se paseaban sin guardaespaldas por una urbe que en ese entonces era considerada de alta peligrosidad pasadas las 8 de la noche, y que sin embargo no tenía empacho en recorrer a pie, empapándose de dosis mesuradas de adulación pública y algo de anonimato provisto por la grandeza de la ciudad misma.

Lo más marcado de su muerte fueron los collages en video. Me imagino a los operadores de islas de edición, a los asistentes de producción, a los egresados de comunicaciones de la época que se ganaban el pan vistiendo de video los noticiarios con los reducidos recursos y videotecas disponibles, haciendo lo posible por reducir la vida y obra del ídolo de sus juventudes respectivas en un cúmulo de imágenes y sonidos coherentes, entre la incongruencia de ver desaparecido al protagonista del homenaje.

Lo cierto es que el trabajo de estos pioneros del videomontaje fue admirable. Recuerdo en particular un enorme clip que debe haber durado unos cinco minutos, aproximadamente, reuniendo las primeras imágenes de Los Beatles en La Caverna de Liverpool, en la Repperbahn de Hamburgo, en el Royal Albert Hall, pisando suelo estadounidense, el Show de Ed Sullivan, el toquín en el Shea Stadium, chavas llorando y gritando, persiguiéndolos al compás de A Hard Day’s Night, los jóvenes George-Paul-John-y-Ringo gritando y filmando Help!, y cambiando poco a poco su imagen y su estilo ingenuote a las genialidades de Rubber Soul y Revolver, las tristezas de Eleanor Rigby y Yesterday, la epifanía del Sgt. Pepper’s... Psicodelia, maharishis, drogas, All You Need Is Love, submarinos amarillos, uniones espirituales y conyugales, Hey Jude!, experimentos en el estudio, El Album Blanco, Apple Records, los estudios de Abbey Road, Sir George Martin, desaveniencias, insultos disfrazados en canciones, presión creciente, largos y sinuosos caminos que cursaban rumbos separados, conciertos impromptu en azoteas londinenses, Let It Be, El Gran Rompimiento, Plastic Ono Band, una semana en cama clavando por la paz, karma instantáneo, pacifismo, Imagine…

¡BANG! Un pinche cachetón psicópata y suicida frustrado nos trajo de vuelta a la realidad, así de sopetón. Con cuatro balazos se terminó una era. Por principio de cuentas, las celebridades de todo el mundo se dieron cuenta de que andar sin protección por las calles no es la mejor de las ideas, pero lo grave es que se acabó la ilusión de que ciertas figuras eran intocables. Uno podía comprender que los intereses políticos o el extremismo religioso animase a un cabrón a empuñar un arma contra un político o un papa… ¿Pero un Beatle? ¿Neta? ¿Alguien cuyo mayor crimen se resume a haber compuesto I Am The Walrus y Oh Yoko?

Pero así fue. Paul Simon enlazó las muertes que más le impactaron en su época en una canción llamada The Late Great Johhny Ace, dedicada al pionero del Rhythm & Blues y abordando los asesinatos de John F. Kennedy y Lennon en un arco de pesadumbre y pérdida a nivel personal. En todo caso se habla de la mencionada empatía, de ese dolor difícil de expresar en palabras, quizá porque ya se encuentra expresado en una obra sin culminar, en genialidad que no habrá de realizar nuevos experimentos en pos de inmortalidad.

De la muerte de Elvis sólo me quedan memorias vagas. La primera, preguntar quién era Elvis y porqué mi mamá lloraba tanto viéndolo balbucear, titubeante y sudoroso, al compás de una cansada banda de músicos de casino. Era difícil asociar al joven impecablemente engominado que movía la guitarra al compás de sus caderas con el mastodonte enfundado en un jumpsuit blanco. ¿Era actor o cantante? Ambas cosas, aunque mejorcito de lo segundo que de lo primero. ¿Era bueno? Cuando fue bueno, era el mejor, hijo. ¿De qué murió? Eh… De… Pues del corazón… ¿Qué son “drogas”? Ah… Mira… Mmm… Pídele a tu abuelita que te lleve al Danesa 33 por un helado, ¿sale?

Pero se sentía algo bien raro en el ambiente. A lo mejor no experimenté ese “dolor de fan”, pero sí lo sentí en la gente a mi alrededor. El hecho resonó durante muchos años. Y aunque los medios no eran, ni con mucho, lo que son hoy en día, sí hubo saturación de los mismos cuando murió El Rey (perdón, Michael, pero Rock N’ Roll mata Pop, de ley). Y no olvidemos el legado más curioso que dejó esta muerte: el rumor de que no había ocurrido. Los avistamientos de Elvis en los sitios más inverosímiles, siempre intentando pasar de incógnito, pero inevitablemente coronado por esas greñas inconfundibles y sus inconfundibles gafas oscuras. La posibilidad de haber sido raptado por alienígenas, o de ser él mismo uno de ellos. El Culto a Elvis, tan vivo hoy como en el ápice de su fama.

Lo que nos trae de regreso al Rey del Pop. Michael Jackson tuvo una carrera fuera de serie, innútil negarlo. Dejemos brevemente de lado su carrera con los Jackson 5, de la misma forma en que se te olvida qué pediste de aperitivo durante esa cena en que te chutaste el steak más jugoso y suculento de tu vida. El Off The Wall es una auténtica joya, un disco que trajo al R&B de vuelta al gusto popular después de que algún genio visionario le propuso matrimonio con el Country & Western décadas antes (sí, me refiero a Elvis). Pero este R&B no era el de sus antecesores. Buscaba nuevas formas de crecer, y se necesitaba de un talento único para amarrar esas melodías inconcebibles y esas letras sugerentes con una expresión corporal única. De ahí que Michael Jackson, el puberto de rasgos finos y Jheri curls, se convirtiese de la noche a la mañana en el Next Big Thing.

NADIE olvidará jamás al Michael Jackson de Thriller. Dándole el crédito merecidísimo a Quincy Jones como productor, el album pop perfecto no hubiera adquirido esta distinción sin Michael como pieza central. Su debut dancístico del Moonwalk en televisión, durante el festejo de aniversario de Motown Records, es el momento Elvis/Beatles en Ed Sullivan de su generación. Si hubiera existido el TiVo, todo mundo hubiera apretado simultáneamente el “rewind” para constatar que, en efecto, este cabrón estaba caminando hacia adelante pero deslizándose hacia atrás, de alguna manera inexplicable.

Decir que MTV le debe gran parte de su existencia a Jacko es tan obvio como decir que Playboy sería una revista más si la madre naturaleza no hubiera inventado la chichi. Cuando la idea general de hacer videos era situar la cámara durante un toquín cualquiera, Jackson se trajo a un señor director (John Landis) y a unos efectistas visuales de primera para grabar Thriller, más cortometraje que otra cosa. Y le siguieron Scorsese y Spike Lee entre los directores de renombre. Y si había que traer un guitarrista chingón al estudio para darle ese extra perrón a un sencillo, ¿porqué no ir por Eddie Van Halen, Steve Stevens o Slash?

Todo iba de poca madre, claro. El problema es que la celebridad a gran escala y el consumo desmedido que hacemos de ella suele terminar por desvirtuar la leyenda. Si a esa atención excesiva le sumamos un culto a la personalidad rayano en la idolatría, una psiqué frágil dañada por el abuso durante la infancia, el haber crecido sin una niñez propiamente dicha (con todo y sus frustraciones típicas) y la desconexión con la realidad mediante el hecho de verse rodeado de ayudantes sin escrúpulos, bueno, no nos debe extrañar todo lo que se sucedió después…

Noviazgos platónicos con Brooke Shields, accidentes pirotécnicos grabando para Pepsi, megalomanía, las primeras cirugías plásticas, comportamiento desconcertante, cerrar Disneylandia para él solo, gastos crecientes, un entourage más grande que un ejército, fobia a los gérmenes, amistad con primates, boas como mascotas, niños como compañeros de juegos, Neverland, Liz Taylor y sus consejos médicos, culto a Diana Ross, primeras demandas, distanciamiento familiar, reconciliación familiar, gira de reunión con los hermanos vetarros, LaToya se encuera, tabloides y más tabloides, cuate de McCartney, robarle el catálogo de los Beatles a McCartney, McCartney ya no es cuate, Captain EO, interés por los huesos del Hombre Elefante, cámaras hiperbáricas, zoológicos privados, Janet pisándole los talones, más cirugía plástica, merma de credibilidad artística, giras más grandes y más excesivas, Colkin McCoulkin (ese guey, ya saben), más niños pero no más niñas, distanciamiento con la gente, Jarvis Cocker se burla de él en los Brit Awards, Lisa Marie (¡Y decían que lo suyo no iba a durar!), un show mediocre en el Super Bowl, más demandas, alegatos de corrupción de menores, Jesus Juice, juicios, arreglos monetarios para acallar rumores, úteros sobre pedido, Prince Michael, demandas por giras canceladas, rumores de racismo, vitiligo, narices que se caen, arrestos, pruebas inconsistentes, testigos hostigados, Dubai, una hija, niños enmascarados, bebés en el balcón, la enrevista con Bashir, mofa y ridículo, trepado en un árbol, Blanket, sencillos que no pegan, discos que no se venden, Wacko Jacko como nuevo estándar, más excentricidades, más demandas, más, más, más…

Todo por servir se acaba, ¿o no?

El gran problema que veo yo en mi falta de dolor parte de una base artística, por supuesto. Yo admiré a Michael Jackson, el músico y genio del entretenimiento. Michael Jackson, como ser humano, me provoca la misma repugnancia que le reservo a todo aquél que cae bajo la sospecha siquiera de abusar o tratar inapropiadamente a un menor. Sus motivos o la raíz de su “mal” (por darle un nombre a la condición) me tienen sin cuidado, ya que el argumento final es el acto en sí. Lo demás es disculpa o justificación, y en mi no hay cabida para ello. Es el ejemplo del “Sí… PERO…” que siempre acompaña a ciertas personas con algo negativo que acaba por anular lo positivo, como en la siguiente conversación:

SEÑOR 1: Adolf Hitler era un experto en las artes oratorias, capaz de influenciar a las masas con discursos electrizantes y una visión a futuro llena de grandiosidad y orgullo nacional, además de que era un pintor bastante competente, capaz de captar con gran fidelidad y realismo la esencia de sus objetos de inspiración.

SEÑOR 2: Buen orador, buen pintor, claro… Sí… PERO…”

Y ahí se acabó el argumento del Señor 1. Ahora, mi predicción: nadie va a hablar de Michael Jackson, el presunto pederasta, cuando ya se haya olvidado a Michael Jackson, el ídolo musical de millones. No soy tan iluso de pensar en eso. Ni quiero que algún idiota ande por ahí pregonando que estoy poniéndolo a la par de Hitler, pese a la afinidad de ambos por buscar la pureza de la raza blanca. Tan sólo creo que este manchón en su historial es hoy en día la punta del iceberg de muchas cosas terribles que se alegarán, con y sin argumentos, acerca de quién fue él en vida. En la actualidad no nos basta con una versión de los hechos. Siempre hay hambre de saber más, de enterarnos de algún oscuro aspecto de la vida de alguien, del escándalo y la especulación. Hay que alimentar a la bestia, y la bestia somos nosotros.

Cuando Prince afirmó que el disco Bad de Michael Jackson sería más realista titulado como Pathetic, alguien debería haberle comunicado al Rey que había algo podrido en el Reino del Pop. Prince será un freak, pero ha olvidado más de música que lo que muchos aprenderán en todas sus vidas. La crítica hacia el hasta entonces intocable genio fue in crescendo desde ese momento. Y las pruebas están ahí. Fuera de algunos buenos cortes, Bad no tenía nada que hacer ya no contra Thriller, sino contra Off The Wall. Tanta espera y tanto hype empezó a mellar la corona. Y cada disco fue desmereciendo conforme al anterior. Es obvio que el panorama musical cambia y el gusto de la gente hace lo propio, pero también hay que reconocer que uno necesita ayuda si no puede ir al parejo de dichos cambios. Jackson, artísticamente hablando, era al final un remedo de aquél tipo que se adueñó del mundo desdeñando el amor y la paternidad del hijo de una tal Billie Jean.

Hoy veo los tributos en video, esos mismos collages que me hicieron vibrar al morir Lennon, y me cuesta trabajo verlos del todo. Me maravillo con el niño que cantaba ABC con sus hermanos y Ben a una rata, me emociono con el chavo que entonaba Rock With You y Wanna Be Startin’ Something, y todavía me pasma ver al güey que evadía balas en Smooth Criminal. Me pongo a pensar que NADIE jamás debutó uno de sus videos en horario prime-time de televisión abierta, como fue el caso con The Way You Make Me Feel. Pero poco a poco dejo de reconocer al hombre que está en pantalla. Su música va perdiendo impacto, sus bailes ya no son lo que eran, y el exceso escenográfico y estilístico de sus presentaciones contrasta con la propuesta cada vez menos brillante de su obra. Las rolas, antes esenciales, son de pronto olvidables. Su físico es otro. Es frágil y grotesco, no vigoroso y estilizado. Su rostro, cuando no está cubierto por máscaras, es en sí una máscara más. Su fin se ve anunciado con enormes letras de neón, pregonando “Más Pronto de lo que Usted se Imagina”.

Y cuando al fin llega el fin, este no llegará a una conclusión clara. Después del velorio en el Staples Center, las manifestaciones mundiales de cariño y dolor, las disputas y demandas por herencia y legado, sólo quedará la duda de quién era realmente el hombre que enterraron en ese ataúd. Los fans bailarán y cantarán en su honor, y otros nos quedaremos con lo bueno sin ignorar que lo malo estuvo ahí, mirándonos a la cara por un largo rato para confirmar que no ha de partir pronto. Vendrán reediciones, homenajes, covers, imitadores, refritos, raspar el fondo del barril en busca de migajas de originalidad vendibles… Hasta que ya no haya nada por revender.

Pero para ese entonces ya se me habrá pasado esta sensación de dolor por no haber dolor. En el mejor de los casos, quedará un sentimiento de nostalgia. Y entonces le podré explicar a mi hija porqué hubo tanta gente llorando por ese señor tan raro.